Entre el 5 y el 6 de junio, Venus pasará, en un tránsito de seis horas, en medio del Sol y la Tierra. /
Cuando este artículo aparezca, Venus estará próximo a transitar
frente al disco solar por última vez en este siglo, un evento que jamás
volveremos a presenciar: el siguiente “tránsito”, como se denomina el
minúsculo eclipse que ocurre cuando un planeta cruza por delante del
Sol, ocurrirá el 11 de diciembre de 2117.
Miles de tránsitos han
ocurrido desde que los primeros humanos deambulaban por las riveras del
río Klasies, en el extremo sur de África, hace más de mil siglos. Es
poco probable, sin embargo, que alguna civilización precientífica haya
registrado el fenómeno, aunque algunos sostienen que los antiguos mayas
lo conocían, y ofrecen como testimonio un mural descubierto en Mayapán,
que podría aludir a dos tránsitos venusinos: la pintura muestra una
figura ataviada, dentro de un disco solar, custodiada por dos guerreros y
en posición descendente.
A juzgar por su antigüedad, especulan
que el mural hace referencia a los tránsitos sucedidos entre los años
1350 y 1200 a.C. Sin bien los mayas fueron grandes astrónomos, y
conocían el período sinódico de Venus, no les falta imaginación a
quienes pretenden ver en ese simbolismo un registro arcaico de los
eclipses venusinos.
Que sepamos con certeza, la primera predicción
detallada de las posiciones de los planetas se debe a Johannes Kepler.
En sus Tablas Rudolfinas, un formidable compendio de miles de cálculos
realizados por el astrónomo alemán durante más de dos décadas, se
predice que Venus cruzaría el disco solar para finales de 1631. Por
desgracia, Kepler murió el año previo al evento, víctima de fiebres que
“le causaban desvaríos y le hacían decir disparates, como aquello de que
las mareas eran causadas por la Luna”, según comenta un biógrafo de la
época. La predicción se cumplió el 7 de diciembre de ese año, aunque en
horas de la noche; nadie pudo constatarla.
Solo dos individuos en
el mundo fueron testigos del primer tránsito venusino: William Crabtree,
astrónomo aficionado, y Jeremiah Horrocks, un clérigo de apenas veinte
años sin educación universitaria, no obstante un competente matemático,
experto en la nueva astronomía kepleriana. Valiéndose de las tablas
Rudolfinas, el joven prodigio inglés pudo calcular que el próximo
tránsito sucedería el 24 de noviembre de 1639. Los eventos de ese día
aún pueden leerse en sus memorias: "Miré detenidamente desde el amanecer
hasta las nueve, y desde un poco antes de las diez hasta las doce, y a
la una de la tarde, pero durante todo este tiempo no vi nada en el Sol,
excepto una pequeña mancha, nada fuera de lo común. Unos quince minutos
pasadas las tres de la tarde, como por intervención divina, las nubes se
dispersaron por completo, y entonces contemplé el más admirable
espectáculo: un punto de magnitud inusual, de forma perfectamente
circular, centrado en el disco del Sol, un poco a la izquierda. No dudé
que aquello era realmente la sombra del planeta, y de inmediato me
dediqué diligentemente a observarlo”.
Crabtree, que sabía del
evento por su correspondencia con Horrocks, desaprovechó la magnífica
ocasión, pues dicen que “absorto en la contemplación del fenómeno, sin
darle crédito a lo que veían sus ojos, se olvidó por completo de
realizar sus mediciones”. Además, “había cielo nublado en Manchester”,
comentó un escéptico. Sus cálculos, sin embargo, fueron cruciales para
determinar el tamaño de Venus. El vaticinio del último tránsito (8 de
Junio de 2004) queda como testimonio de su genio.
Pero, ¿qué
importancia podría tener la observación de un fenómeno en apariencia
insignificante, algo que solo podría preocupar a algunos curiosos? Ya en
1677, Halley, famoso por el cometa que lleva su nombre, había propuesto
una nueva técnica para calcular la distancia de nuestro planeta al Sol,
y en consecuencia las dimensiones del sistema solar (la Tercera Ley de
Kepler permite calcular la distancia al Sol de cualquier otro planeta,
conocido su período). El método consiste en comparar los intervalos de
tiempos que tarda Venus en cruzar el disco solar, medidos por
observadores situados en latitudes diferentes.
El asincronismo
resultante permite calcular la distancia al Sol. Halley, quien ya
contaba con 60 años, sabía que no viviría lo suficiente para presenciar
el próximo tránsito, previsto para 1761, e instó a los astrónomos
futuros a realizar las observaciones.
La medición del tránsito
venusino se convirtió en cuestión de orgullo nacional. Debemos recordar
que para la fecha, Inglaterra y Francia se encontraban en bandos
opuestos de una guerra que desangraba a Europa. Los británicos enviaron
una expedición a Santa Helena y otra a Sumatra, mientras que los
franceses organizaron cuatro más, una de ellas a India, encabezada por
un personaje, infortunado como ninguno en la historia de la ciencia.
Guillaume Le Gentil de La Galaisière es el nombre del astrónomo que
dedicó su carrera a registrar el eclipse venusino sin que el destino
jamás le concediera ese privilegio. En su primer intento, una tormenta
lo sorprendió en medio del Océano Índico donde no tuvo más remedio que
resignarse a ver cómo sus instrumentos se mecían de un lado a otro en la
cubierta del barco, sin poder realizar medición alguna. Tras esperar
ocho largos años exiliado en una vieja colonia Francesa (el fenómeno se
da por parejas, separadas ocho años), a más de diez mil leguas de su
patria, el azar quiso que una nube se situara justo delante del Sol, en
el preciso momento de iniciado el fenómeno, para “arrebatarle los frutos
de sus esfuerzos y sus fatigas”.
Del lado británico, el mal
tiempo también arruinó por completo la empresa en Santa Helena. La
segunda expedición fue recibida a cañonazos por los franceses, dejando
un saldo de once muertos y varios heridos, aunque no lograron impedir
que los astrónomos británicos realizaran con éxito sus mediciones. A
pesar de que se realizaron más de cien en total, el valor de la paralaje
solar (el ángulo bajo el cual se vería el radio del ecuador terrestre
desde el centro del Sol) no se pudo determinar con exactitud, debido a
la llamada “gota negra”, un efecto óptico que se manifiesta en forma de
región oscura, que une el borde del disco solar con la sombra del
planeta en el momento mismo del “contacto” e imposibilita conocer el
instante preciso en que comienza el fenómeno.
Más de un siglo
después, tras las mediciones del tránsito de 1882, los astrónomos
pudieron estimar la paralaje solar en 8,794 segundos de arco. El valor
actual, calculado con radares de microondas, es de 8,794148 segundos de
arco, lo cual corresponde a una distancia media al Sol de 149.597.870,61
kilómetros. Tal precisión equivaldría a medir la distancia entre la
punta de un alfiler en Bogotá y la punta de otro en Sídney ¡con un error
menor a una décima de milímetro!
Pensar que este es el último
tránsito que veré en compañía de mis padres, y el último que verán mis
hijos, me hace reflexionar sobre la insignificancia de la vida humana
cuando se mide con la escala de los acontecimientos cósmicos. Millones
de tránsitos venusinos ocurrieron sin que hubiese nadie para
atestiguarlo; y millones más sucederán después de que nos hayamos
marchado de esta “mota de polvo suspendida en un rayo de sol”, como
llamó Carl Sagan a nuestra Tierra vista por la sonda Voyager, a una
distancia de 6000 millones de kilómetros, en los confines del sistema
solar, desde donde apenas es posible distinguir un diminuto punto de
luz, un “solitario grano de polvo en la inmensa penumbra cósmica que
todo lo envuelve”.
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