martes, 5 de junio de 2012

Entre el 5 y el 6 de junio, Venus pasará, en un tránsito de seis horas,  en medio del Sol y la Tierra. / NASA Entre el 5 y el 6 de junio, Venus pasará, en un tránsito de seis horas, en medio del Sol y la Tierra. / 

Cuando este artículo aparezca, Venus estará próximo a transitar frente al disco solar por última vez en este siglo, un evento que jamás volveremos a presenciar: el siguiente “tránsito”, como se denomina el minúsculo eclipse que ocurre cuando un planeta cruza por delante del Sol, ocurrirá el 11 de diciembre de 2117.
Miles de tránsitos han ocurrido desde que los primeros humanos deambulaban por las riveras del río Klasies, en el extremo sur de África, hace más de mil siglos. Es poco probable, sin embargo, que alguna civilización precientífica haya registrado el fenómeno, aunque algunos sostienen que los antiguos mayas lo conocían, y ofrecen como testimonio un mural descubierto en Mayapán, que podría aludir a dos tránsitos venusinos: la pintura muestra una figura ataviada, dentro de un disco solar, custodiada por dos guerreros y en posición descendente.
A juzgar por su antigüedad, especulan que el mural hace referencia a los tránsitos sucedidos entre los años 1350 y 1200 a.C. Sin bien los mayas fueron grandes astrónomos, y conocían el período sinódico de Venus, no les falta imaginación a quienes pretenden ver en ese simbolismo un registro arcaico de los eclipses venusinos.
Que sepamos con certeza, la primera predicción detallada de las posiciones de los planetas se debe a Johannes Kepler. En sus Tablas Rudolfinas, un formidable compendio de miles de cálculos realizados por el astrónomo alemán durante más de dos décadas, se predice que Venus cruzaría el disco solar para finales de 1631. Por desgracia, Kepler murió el año previo al evento, víctima de fiebres que “le causaban desvaríos y le hacían decir disparates, como aquello de que las mareas eran causadas por la Luna”, según comenta un biógrafo de la época. La predicción se cumplió el 7 de diciembre de ese año, aunque en horas de la noche; nadie pudo constatarla.
Solo dos individuos en el mundo fueron testigos del primer tránsito venusino: William Crabtree, astrónomo aficionado, y Jeremiah Horrocks, un clérigo de apenas veinte años sin educación universitaria, no obstante un competente matemático, experto en la nueva astronomía kepleriana. Valiéndose de las tablas Rudolfinas, el joven prodigio inglés pudo calcular que el próximo tránsito sucedería el 24 de noviembre de 1639. Los eventos de ese día aún pueden leerse en sus memorias: "Miré detenidamente desde el amanecer hasta las nueve, y desde un poco antes de las diez hasta las doce, y a la una de la tarde, pero durante todo este tiempo no vi nada en el Sol, excepto una pequeña mancha, nada fuera de lo común. Unos quince minutos pasadas las tres de la tarde, como por intervención divina, las nubes se dispersaron por completo, y entonces contemplé el más admirable espectáculo: un punto de magnitud inusual, de forma perfectamente circular, centrado en el disco del Sol, un poco a la izquierda. No dudé que aquello era realmente la sombra del planeta, y de inmediato me dediqué diligentemente a observarlo”.
Crabtree, que sabía del evento por su correspondencia con Horrocks, desaprovechó la magnífica ocasión, pues dicen que “absorto en la contemplación del fenómeno, sin darle crédito a lo que veían sus ojos, se olvidó por completo de realizar sus mediciones”. Además, “había cielo nublado en Manchester”, comentó un escéptico. Sus cálculos, sin embargo, fueron cruciales para determinar el tamaño de Venus. El vaticinio del último tránsito (8 de Junio de 2004) queda como testimonio de su genio.
Pero, ¿qué importancia podría tener la observación de un fenómeno en apariencia insignificante, algo que solo podría preocupar a algunos curiosos? Ya en 1677, Halley, famoso por el cometa que lleva su nombre, había propuesto una nueva técnica para calcular la distancia de nuestro planeta al Sol, y en consecuencia las dimensiones del sistema solar (la Tercera Ley de Kepler permite calcular la distancia al Sol de cualquier otro planeta, conocido su período). El método consiste en comparar los intervalos de tiempos que tarda Venus en cruzar el disco solar, medidos por observadores situados en latitudes diferentes.
El asincronismo resultante permite calcular la distancia al Sol. Halley, quien ya contaba con 60 años, sabía que no viviría lo suficiente para presenciar el próximo tránsito, previsto para 1761, e instó a los astrónomos futuros a realizar las observaciones.
La medición del tránsito venusino se convirtió en cuestión de orgullo nacional. Debemos recordar que para la fecha, Inglaterra y Francia se encontraban en bandos opuestos de una guerra que desangraba a Europa. Los británicos enviaron una expedición a Santa Helena y otra a Sumatra, mientras que los franceses organizaron cuatro más, una de ellas a India, encabezada por un personaje, infortunado como ninguno en la historia de la ciencia. Guillaume Le Gentil de La Galaisière es el nombre del astrónomo que dedicó su carrera a registrar el eclipse venusino sin que el destino jamás le concediera ese privilegio. En su primer intento, una tormenta lo sorprendió en medio del Océano Índico donde no tuvo más remedio que resignarse a ver cómo sus instrumentos se mecían de un lado a otro en la cubierta del barco, sin poder realizar medición alguna. Tras esperar ocho largos años exiliado en una vieja colonia Francesa (el fenómeno se da por parejas, separadas ocho años), a más de diez mil leguas de su patria, el azar quiso que una nube se situara justo delante del Sol, en el preciso momento de iniciado el fenómeno, para “arrebatarle los frutos de sus esfuerzos y sus fatigas”.
Del lado británico, el mal tiempo también arruinó por completo la empresa en Santa Helena. La segunda expedición fue recibida a cañonazos por los franceses, dejando un saldo de once muertos y varios heridos, aunque no lograron impedir que los astrónomos británicos realizaran con éxito sus mediciones. A pesar de que se realizaron más de cien en total, el valor de la paralaje solar (el ángulo bajo el cual se vería el radio del ecuador terrestre desde el centro del Sol) no se pudo determinar con exactitud, debido a la llamada “gota negra”, un efecto óptico que se manifiesta en forma de región oscura, que une el borde del disco solar con la sombra del planeta en el momento mismo del “contacto” e imposibilita conocer el instante preciso en que comienza el fenómeno.
Más de un siglo después, tras las mediciones del tránsito de 1882, los astrónomos pudieron estimar la paralaje solar en 8,794 segundos de arco. El valor actual, calculado con radares de microondas, es de 8,794148 segundos de arco, lo cual corresponde a una distancia media al Sol de 149.597.870,61 kilómetros. Tal precisión equivaldría a medir la distancia entre la punta de un alfiler en Bogotá y la punta de otro en Sídney ¡con un error menor a una décima de milímetro!
Pensar que este es el último tránsito que veré en compañía de mis padres, y el último que verán mis hijos, me hace reflexionar sobre la insignificancia de la vida humana cuando se mide con la escala de los acontecimientos cósmicos. Millones de tránsitos venusinos ocurrieron sin que hubiese nadie para atestiguarlo; y millones más sucederán después de que nos hayamos marchado de esta “mota de polvo suspendida en un rayo de sol”, como llamó Carl Sagan a nuestra Tierra vista por la sonda Voyager, a una distancia de 6000 millones de kilómetros, en los confines del sistema solar, desde donde apenas es posible distinguir un diminuto punto de luz, un “solitario grano de polvo en la inmensa penumbra cósmica que todo lo envuelve”.

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